Ana y Mia

Ana y Mia
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sábado, 30 de agosto de 2014

Al fin en casa.

Al fin llegué a Mallorca. Nada más bajar del barco me dirigí hacia casa con un único propósito, pesarme. El corazón me empezó a latir y por un segundo pensé que iba a caer de bruces. Pero no pasó nada. Subí corriendo las escaleras, como si intentara escapar del miedo y la angustia que me daba pensar en que seguramente habría subido de peso. Me subí en la báscula y... ¡tachán! Sesenta y uno coma uno. Bajé dos quilos. No podía creérmelo. Tenía ganas de saltar, de correr, de gritarle al mundo que era feliz. Al menos en ese momento lo era. Pero esa misma tarde me llamó una amiga mía pidiendome por favor que la acompañara a un funeral, que su padrastro había muerto. No lo pensé ni un segundo y agarré todas mis cosas. Estuve allí y fuimos a la iglesia. La verdad es que era la primera vez que iba a una iglesia sin ningún propósito meramente turístico o con la excusa de manifestarme. Estuve un poco cortada, pensé que cuando empezaran a hablar yo ardería en llamas por haber nacido siendo un pecado (según la iglesia). Pero por suerte estaban unos amigos míos que son gays y nos hicimos apoyo mutuo. Después de las miles de chorradas que soltaban aquellos (no digo que la religión católica sea una chorrada, respeto sus creéncias. Lo único que me molesta es que yo les respeto y ellos a mí no. También tengo derecho a decidir en lo que quiero creer, ¿no?) acabó el funeral. La verdad es que no sabía muy bien que hacer. En el momento de dar el pésame la madre se avalanzó sobre mí mientras lloraba. Creo que jamás me han habrazado tan fuerte, tan de verdad, con ganas. No pude evitar contener las lágrimas. El siguiente recuerdo que tengo es de saltar por un puente con mi amiga y sus compañeros para conseguir colarnos en un parque a media noche. Luego las cosas ya están borrosas. La verdad es que me sentía feliz porque no había comido, aunque casi me desmayo dos veces y tomé mucho alcohol que contiene muchísimas calorías y además inservibles. Pero en aquel momento me sentía vacía, no en el sentido metafórico sino en el literal, y eso me hacía sentir bien. Pero finalmente al llegar a casa me zampé como una loca un plato de macarrones... Puta hierba... Mira que lo pensé. Siento que con ese plato y el alcohol he podido engordar. A veces me creo loca. Realmente no fue tan grande el plato de macarrones, y el tiempo que bebí estuve todo el rato corriendo de acá para allá. Lo más probable es que me mantenga en 61,1 o 61,5 Kg como mucho. Aún así no puedo evitar sentir que estoy más gorda, aunque se me caigan los pantalones. No es que simplemente lo vea, es que lo siento. Es que hace tiempo que gorda dejó de ser una cosa puramente física para convertirse en un estado de ánimo. Y es que últimamente solo consigo ser feliz cuando no estoy gorda.

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